Ery Díaz
11-09-25- MTY
Terminal C
Del 2021 al 2024 acumulé más de 30 vuelos en una relación a distancia, entonces mi cuerpo se sabe toda la logística de memoria. En piloto automático, aún sin dormir, pudiera comprar y abordar una buena oferta de Viva con pocas horas de anticipo.
Sé que debo programar un Uber al Aeropuerto Mariano Escobedo a las 4:50 AM para un vuelo nacional que sale a las 6:30 AM. Sé que si hago check-in con asiento, aunque sea el día del vuelo, estaré protegido cuando lo sobrevendan. Sé justo lo que me detendrá en la revisión de seguridad: mi Aeropress, báscula y molino de café, que me preguntarán con insinuaciones si son para consumir otro tipo de sustancias. Cómo distribuir los esenciales en mi cangurera, que podré quitarme en 3 segundos para no detener la fila en la inspección, y en la mochila donde deberé aplastar lo más que permita Viva Zero para una semana de viaje. Cómo sordearme para que no pesen mi bolsa de mano y me cobren mil pesos. En breve, lo mucho que puedo estirar la liga antes de que se rompa y el sistema me deje arrumbado viendo a mi avión despegar por la ventana.
En la Terminal C, conozco la distribución de los únicos cuatro enchufes disponibles a público. Incluso antes de que avisen por el tablero, tengo un sexto sentido de cuándo van a retrasar y un entendimiento muy rápido de si me compensarán por el cambio. De si vale la pena pararse a hacer fila antes de que llamen a mi grupo de abordar, que nunca ha sido el caso. De cuántos episodios de series deberé descargar en mi iPad para mantener la ilusión de que tengo opciones porque me aburriré del primero que intente ver.
Sé cómo se ve esa misma terminal, que realmente es una bodega con butacas, a las 3 AM. Las luces industriales que parpadean y los cajeros automáticos de BBVA con pantallas azules que piden mantenimiento. Cómo suena la exasperación de 180 viajeros en la madrugada cuando el personal empieza a evitar preguntas, siempre una señal de que hay al menos otra hora de espera. Cómo solidarizarme con la frustración de otros y recibir su generosidad inesperada, como la de la señora que me compartió su voucher para una hamburguesa de Carl’s Jr gratis porque no alcancé a escuchar el anuncio y le recordé a su hijo. En ese espacio feo y triste, sé lo bien que sabe una Western Bacon fea y triste ensalzada con mis sentimientos grandes y expansivos que me mantenían despierto a deshoras con la encomienda de llegar bien al lado izquierdo de la cama.
Aún ahora, cuando cierro los ojos después de abordar un avión, siento todo con vividez porque la memoria muscular libera atención de mi cerebro. Se van a segundo plano todas las constantes y solo me quedo con los contornos de mi respiración aún entre familias inquietas y sus muchas maletas, aún cuando llora un bebé, aún cuando lloran dos. El Airbus A320 y sus asientos nunca tienen suficiente espacio para extender mis piernas, pero siempre lograrán contenerme y darme permiso para desenmarañar lo que necesite.
Pero a pesar de mi kilometraje, cada vez que el avión retrae sus llantas para el despegue sigo teniendo miedo de morir. Mi estómago se revuelve aunque me intente distraer. Antes me calmaba pensando en la cara de mi ex novio; después empecé a mandar mensajes mentales a todas las personas que me importan en esta vida, onda Capitán Planeta y los Planetarios o los Ositos Cariñositos. Recién me ha bastado con palmar mis llaves y sentir sus relieves como si fueran un rosario. Supongo que alebrestarme y luego regularme así me ayuda a exponerme, de manera muy controlada, a la posibilidad de caer. Una montaña rusa muy cara con cuernitos a 125 pesos.
Y así ha seguido en cada vuelo, salvo por una vez que se rompió la cadena.
Había comprado un madrugador muy barato a la Ciudad de México. Todavía tenía el duelo de mi relación muy fresco, pero cambiaría aires, comería bien, me la pasaría leyendo y caminando en la Roma. Aunque de a ratos parecía que mi suelo se desmoronaba, intentaría mantener el hábito de viajar.
Al llegar a la terminal, todo seguía igual. Filas iguales, precios iguales, tiempo cronometrado igual. Se actualizó el tablero con la puerta 15, la misma que había usado muchas veces. Fue hasta llegar el mostrador que me cayó como un balde de agua fría: este no era el mismo vuelo.
Hasta escanear el boleto mi cuerpo se había encargado de todos los pasos, pero ya no. Salí por la misma puerta pero estaba yendo a otro lugar.
Los movimientos eran los mismos pero, cobraba cuenta, el circuito no se cerraría y yo estaba operando como un robot mal programado, un Roomba atorado que chocaba una y otra vez contra la pared.
En la rampa que nos bajaba a la pista asfáltica, la chica detrás de mí me preguntó si estaba bien.
“Creo que no, pero gracias por preguntar”, dije.
Sin poder controlarme estaba sollozando y haciendo ruidos mientras rodeaba el ala del avión porque todo seguía igual pero todo iría a una dirección abismalmente diferente.
Una dirección sin garantías de que el avión no se caiga, que mi vida se vaya a extender, que algo pueda funcionar con alguien aquí o allá o en donde sea, sin alguien que me espere. Pero con suficientes ojos para la estructura todo se puede sentir como un hogar, aún en un estado de flujo, aún con muchas incertidumbres calculadas.
La dirección fue darme cuenta que verdaderamente disfruto viajar solo.
Ahora, cuando conozco a alguien nuevo, me noto haciéndole variaciones de la misma pregunta: Con algunas constantes, ¿qué tanto puedes asumir el riesgo de soltarte en el espacio aéreo?